martes, 11 de octubre de 2016

Somos pocos.

Somos un colectivo, un sector de nuestra generación, un pequeño grupo de jóvenes que decidimos vivir otra juventud. Me explico:

La personas vivimos nuestra infancia, felices o no, forjando gustos y manías, traumas y recuerdos. Luego llega la pubertad, y con ella la adolescencia. Edades de complejos, de inseguridad, de hormonas, de crispación, de emociones amplificadas y guerras con uno mismo. Aquí se fabrica gran parte de lo que seremos, aquí se adquieren las herramientas que, como en un videojuego, usaremos para superar niveles más adelante (por este motivo siempre defiendo que la sociedad requiere mayor atención para el adolescente, pero ese es otro tema).
En el camino entre la adolescencia y la juventud, con destino en la edad adulta, es frecuente vivir aventuras en busca de vértigo, miedo, exceso, adrenalina, a veces aderezados con algo de imprudencia e irresponsabilidad. No me malinterpreten, no vengo a juzgar ni condenar estas conductas, me resultan naturales y, en muchos casos, necesarias.
A partir de aquí, y progresivamente, la vida se vuelve algo gris. Pues, eso, la vida del adulto. Las emociones no son tan arrolladoras, la estabilidad se convierte en prioridad, y no se gesticula tanto para que las arrugas no tengan prisa por llegar.

Yo me siento incluida en una categoría de jóvenes, post-adolescentes, legalmente adultos, que decidimos saltarnos algunos pasos de los antes descritos. No nos sentimos atraídos por ese movimiento en busca de diversión sin más, no hicimos del "carpe diem" nuestro himno. Aburridos, parados o cobardes, optamos por buscar las emociones en otros sitios, sin duda menos atrevidos, pero que nos aportaban tanta o más intensidad. Encontramos el placer, la amistad duradera, el amor y el desamor, hallamos la piel de gallina, los gritos desesperados y los vellos de punta, pero eso sí, en otro lugar. No necesitamos los picos adrenérgicos, las taquicardias, ni los genitales al cuello para sentirnos vivos, fuimos sensibles a cosas más sutiles, invisibles para nuestros congéneres.
Y tal vez sea cosa mía, pero a aquellos que decidimos no gastar todas las balas, los que pensamos que era mejor idea no desbordar la piscina, aún nos queda juventud para rato, quizás para siempre. Conservamos, espero que por mucho tiempo, esas ganas por hacer, esa creatividad infantil, la fuerza para cambiar, el brillo en la mirada y la intención de encontrar la puerta para escapar de la vida del adulto gris.


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