Veo la ciudad pasar, demasiado rápido como para captar
detalles. Cemento, legañas y el asfalto húmedo, que no ha terminado de absorber
mis lágrimas de anoche. El cielo se mueve más lento que la ciudad, hoy es de un
azul pálido, grisáceo, triste, como yo. Intuyo que hace menos frío del que
siento, me retuerzo y me recoloco buscando una posición que me aporte más
calor, sin éxito. Oigo sus voces demasiado estridentes, me molestan, yo que
siempre ando buscando entre los ojos de la gente, hoy no me interesan sus
secretos, sus miedos, hoy miro a ese cielo triste con el consuelo irracional de
hallar más amargura para terminar de ahogarme.
Sumida en mi bucle de luto, una imagen inesperada me saca
del letargo, y es que creo ver, sobre ese cielo fúnebre, una estela de color.
Un arcoíris, aunque no uno en toda regla, uno sutil, suave, desteñido. Pero
estaba ahí, y estaba claro que era un arcoíris, por muy decepcionante que
fuera. Una cinta que se esforzaba por tintar de vida el cielo, que rompía el
aura lúgubre que yo había creado, que venía a fastidiar mi escena trágica. Esa
banda colorida que, a pesar de ser tenue y frágil, ya suponía un cambio en el
ambiente. Aunque me molestara, tenía que reconocer que la aparición de ese
condenado arcoíris alteraba el panorama, aportando un rayito de luz y confianza
que me sacaba, a regañadientes, de mi duelo. Y es que la vida es así, el día en
que menos lo deseas sale un poco el sol. No esperes una luz cegadora, ni un día
reluciente. No, nada de eso. Pero, de repente, algo muta levemente y esa
pequeña mota de esperanza estropea tu cuadro de pura hostilidad, por muy
insignificante que sea, te recuerda lo egoísta y absurdo de tu posición, ahí,
acomodado en el dolor viendo la ciudad pasar. Y, aún refunfuñando, no te queda
otra opción que agarrarte a la suerte de ese arcoíris mediocre, y salir.
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