lunes, 30 de enero de 2017

Veo la ciudad pasar.

Veo la ciudad pasar, demasiado rápido como para captar detalles. Cemento, legañas y el asfalto húmedo, que no ha terminado de absorber mis lágrimas de anoche. El cielo se mueve más lento que la ciudad, hoy es de un azul pálido, grisáceo, triste, como yo. Intuyo que hace menos frío del que siento, me retuerzo y me recoloco buscando una posición que me aporte más calor, sin éxito. Oigo sus voces demasiado estridentes, me molestan, yo que siempre ando buscando entre los ojos de la gente, hoy no me interesan sus secretos, sus miedos, hoy miro a ese cielo triste con el consuelo irracional de hallar más amargura para terminar de ahogarme.

Sumida en mi bucle de luto, una imagen inesperada me saca del letargo, y es que creo ver, sobre ese cielo fúnebre, una estela de color. Un arcoíris, aunque no uno en toda regla, uno sutil, suave, desteñido. Pero estaba ahí, y estaba claro que era un arcoíris, por muy decepcionante que fuera. Una cinta que se esforzaba por tintar de vida el cielo, que rompía el aura lúgubre que yo había creado, que venía a fastidiar mi escena trágica. Esa banda colorida que, a pesar de ser tenue y frágil, ya suponía un cambio en el ambiente. Aunque me molestara, tenía que reconocer que la aparición de ese condenado arcoíris alteraba el panorama, aportando un rayito de luz y confianza que me sacaba, a regañadientes, de mi duelo. Y es que la vida es así, el día en que menos lo deseas sale un poco el sol. No esperes una luz cegadora, ni un día reluciente. No, nada de eso. Pero, de repente, algo muta levemente y esa pequeña mota de esperanza estropea tu cuadro de pura hostilidad, por muy insignificante que sea, te recuerda lo egoísta y absurdo de tu posición, ahí, acomodado en el dolor viendo la ciudad pasar. Y, aún refunfuñando, no te queda otra opción que agarrarte a la suerte de ese arcoíris mediocre, y salir.


No hay comentarios:

Publicar un comentario