domingo, 7 de agosto de 2016

Crisis.

Recientemente, hace algo más de un mes, he sufrido lo que llamo "crisis de personalidad". Sí, me confieso así, de entrada. Creo que es un mal, una afección, que en mi caso se desarrolló de forma eventual y que supe revertir a tiempo. Pero hay personas, demasiadas a mi parecer, que padecen esta alteración permanentemente. Espero no estar metiéndoles miedo.

Yo lo describiría como esa necesidad imperiosa de encajar cuando sucumbes al arrebato de miedo a la soledad. Cuando el bienquedismo se convierte en la base de tus relaciones sólo con el fin de que no decir adiós a nadie más. Cuando decides apartar lo política y socialmente incorrecto para no ser juzgado por los ojos que te rodean. Cuando todo se reduce a una sonrisa fingida y la espontaneidad queda abandonada por el riesgo que pueda suponer. Cuando cada paso está medido construyendo el reflejo de algo que no eres, pero que tal vez pueda gustar. Cuando dejas ver solo tus virtudes, cuando el objetivo es agradar. Cuando el terror de perder a esa persona te mata y decides ser lo que quiere de ti. Cuando los deseos ajenos son obligaciones, y tus propios deseos no merecen atención. Cuando ya no sabes decir no, cuando sus opiniones sustentan tu autoestima, cuando vives en un escaparate para los demás.

Y es cuando la fachada está bien pintada y acorde a los gustos de tus cercanos, el momento en que te das cuenta de que el interior está sucio y desordenado, que no has cuidado nada de ti. Has creado una imagen con ese sabor genérico que guste a todo el mundo, en el espejo no te reconoces. Ahora toca deshacerlo todo, dejar que el viento, la lluvia y la sal vayan desconchando la pintura, y ponerte a ordenar ese desastre.


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